Cuando el joven Marco Fidel Suárez ganó el premio de la Academia Colombiana en 1881 con un trabajo sobre la Gramática de don Andrés Bello, hacía ya mucho tiempo que se ocupaba de esas disciplinas. Sabemos por él mismo que ya desde el Seminario de Medellín se había interesado por el estudio del castellano y aun había sido maestro de la asignatura, enseñando a alumnos principiantes. No se explicaría de otra manera que pudiera ofrecer una obra tan completa y extensa recién llegado a Bogotá, y que mereciera el elogio de don Miguel Antonio Caro y su publicación por la Colección de Filólogos de la editorial española de Pérez Dubrull. Esta colección, que publicaba don Mariano Catalina era donde salían a la luz los autores más famosos de esa época, como Hartzenbuch o Adelardo López de Ayala y donde Menéndez Pelayo estrenaba su Historia de las Ideas Estéticas.

Se ha tildado la producción literaria de Suárez de muy extensa y variada, pero carente de profundidad en un área específica. Es cierto. Suárez escribió sobre gramática y estilística. Su “Oración a Jesucristo”, escrita para el Congreso Eucarístico de 1913 se califica como una pieza mística de inmenso valor; su paso por la Cancillería colombiana durante la primera guerra mundial, lo obligó a escribir ensayos trascendentales como el titulado la “Neutralidad de la Naciones”, o doctrinas famosas como “La unidad boliviana”. También debió fungir como periodista, aleccionando a los periódicos nacionales para no comprometer al gobierno con comentarios partidistas. Se le llamó muchas veces para que hiciera elogios fúnebres, pero también se deleitó redactando biografías de ciudadanos meritorios.

Su oficio como “empleado público”, como Suárez gustaba llamarse a sí mismo, lo llevó a escribir sobre Derecho Internacional, de manera que sus sentencias referentes a las fronteras colombianas eran consideradas en la diplomacia suramericana como magistrales e inapelables.

Dice don Vicente García de Diego en su homenaje a Suárez el 30 de junio de 1955: “A Suárez le achacan algunos la dispersión de su esfuerzo, pues tuvo que moverse en las más dispares direcciones, sin poder aquietarse en una sola dedicación; y a veces por gusto y las más por necesidad siguió los caminos más apartados del saber …En Suárez el sentido matemático, filosófico y literario que se descubre en toda su producción hasta en las áridas disquisiciones de gramática, pregona que no fue tiempo perdido el de su dispersa erudición,”

Continúa el señor García de Diego: “quizás para Suárez una dedicación integral a una sola disciplina hubiera sido, con su privilegiado talento, el pedestal de una fama comparable a la de las grandes figuras de la filología.”

Tal vez sí. Pero entonces no habríamos podido disfrutar de esa erudición tumultuosa que corre en los Sueños de Luciano Pulgar. Allí sus escritos se parecen a un “cajón de sastre”, como él dice, sin embargo, están llenos de historia, de poesía y de humor.

Ni tampoco tendríamos esa obra llamada “El castellano en mi tierra”, presentada en la Academia Colombiana el 7 de julio de 1910, que denota muchos años de lecturas, análisis, comparaciones y rastreos. Eran preparaciones para un trabajo que era su ilusión: una Gramática Histórica de la Lengua Castellana. Había mostrado a Cuervo algunos apuntes, cuando era su amanuense y el sabio lo había alentado, pues veía en ese trabajo un aporte para los estudios de la Lengua.

Suárez era un gran lector, no solo de los grandes maestros clásicos sino de los viejos cronistas de Indias, porque le interesaba su influencia en el habla de americana.

“El castellano en mi tierra”, que era la antioqueña, se inicia con un estudio de la lengua española desde aquella que se hablaba en Cantabria “reliquia peregrina de pueblos cuyo vago recuerdo quedó en la imaginación de los antiguos”. Recuerda las voces latinas y las góticas pero hace énfasis en las traídas por los árabes. Cree que ese aporte hace del castellano una lengua única en Europa, más viva y más concreta y substanciosa que las demás lenguas neolatinas. Habla de la picaresca y su lenguaje, lleno de colorido y gracia. Cree que son una de las fuentes más ricas de vocabulario y de sintaxis al reflectar el habla popular.

Se detiene en el vocabulario de los místicos: “en ninguna otra comarca de la inmensa literatura de España es tan bella la lengua y tan pura como en los libros de los místicos”. Y termina su recorrido recordando a Cervantes quién aporta el más vivo retrato de la humanidad y así la lengua recibe y adquiere, cifrado en un libro, todo un tesoro de perfección y belleza.

En el viaje por el castellano en la tierra de Suárez, encontramos un estudio de los superlativos que se expresan por un sinnúmero de maneras en las que entran partículas, desinencias, prefijos y giros de los cuales da ejemplos. Las proposiciones encabezadas por “aunque” darían materia a un tratado en que se apuntasen los términos que puedan anunciarlas y los giros que ellas pueden recibir, tan extenso que la mera variación “con ser”, conformaría una extensa lista de formas muy diversas. Las frases hechas son cosa inagotable: trasladas a estas tierras se han modificado, y así, en vez de la luna de Valencia, decían en el Perú la luna de Paita; y en la América central “averígüelo Juárez” en vez de “Vargas.” Los modismos e idiotismos son sin número. En el campo del participio tenemos los cortados por el molde de “bebido, hablado, leído; de batiente, contante.” Tenemos también los terminados en “ble” como afable, agradable, etc. a cuyo patrón se ha formado el novísimo “insospechable”, muy adecuado a la política, aunque revesadamente.”

Con respecto a refranes, la lengua castellana es prima y única. Suárez dedica extensos párrafos a recordarlos y analizarlos, deteniéndose en aquellos que admiten ciertas reflexiones. Dice: “Figura entre nuestros refranes uno impregnado de desengaño y experiencia y es aquel que dice “blancos son, allá se entenderán”. En boca de esclavos sería como si se dijera. “sudando y arrastrando cadena, y soportando miserias, he aquí que me llega la vez rara de estar tranquilo, ahora que vosotros os combatís y matais, crueles amos;” significado tan profundo y triste como los versos con que empieza Lucrecio el segundo libro de su poema.”

Del castellano trasplantado a América dice que consta de dos faces que son el arcaísmo y el americanismo: los elementos peninsulares y los indígenas. Ilustra su afirmación con una bella imagen, dice que nuestra lengua es una combinación parecida a la que forman las orquídeas de nuestro suelo puestas en cincelado vaso antiguo.

Continua: “Antaño ponían mucho cuidado en nuestra tierra para no graduar a persona de título gratuito o por una especie de declamación más o menos popular. Entonces no se llamaba doctor sino a quién hubiese ganado y recibido los grados universitarios en toda forma y con todos los requisitos legales.

La moderna práctica ya muy extendida de convertir el insigne título en tratamiento casi de cortesía prodigado a veces al tanteo, fue vedada bajo graves penas en un concilio de Zaragoza, y en las cortes de Valladolid se dispuso que fuera tenido por falsario el que no siendo doctor se lo llamase.”

A Suárez le interesaba sobre manera indagar sobre los términos españoles en el habla popular, tal vez para rastrear su evolución histórica, pensando en una futura obra científica, o simplemente para fortalecer y adornar su propio estilo.

Encuentra influencias seculares aun en ciertas formas vulgares de nombres propios y se remonta al romancero del Cid cuando cita al rey Alfonso diciendo “Mantente por las aradas y no en villas ni poblado”. Suárez cree que arada significa lo que nuestro vocablo arado, esto es, barbecho o tierra arada.

Las comparaciones que son muchísimas y que abarcan todos los campos del habla antioqueña, denotan un estudio antiquísimo, minucioso de cada término y cada expresión. Aun en tiempos de mucho trabajo y muchas preocupaciones, anotaba con fecha, sitio y hora expresiones curiosas, oídas en la calle o en familia. A veces en tarjetas de visita o en cualquier papelito. Algunos muy graciosos como los escritos en las notas que le daban cada noche del santo y seña para entrar en el palacio presidencial. Esto confirma su antigua ilusión de escribir una obra histórica. Que la vida lo distrajera de ese empeño no significa que lo hubiera olvidado.

La afición de Suárez por esa labor detectivesca del origen de las palabras, no se limitaba a las de gran alcurnia y origen claro. Se detenía con gran deleite en el habla popular a la que dividía en dos provincias,

Dice: “la una es la de las locuciones, frases, modismos y refranes que aunque no están autorizados por los escritores del vocabulario oficial, sí tienen una forma que puede calificarse de genuina porque las palabras no están deformadas y porque saben a castellano; aquí podríamos ejemplificar mencionando a Fernán Caballero, y Trueba y entre nosotros a los antiguos autores de cuadros de costumbres.

Pero en la otra provincia entran esos mismos elementos del habla que absolutamente desconoce la literatura, es decir, de personas que solo tienen la jerga o el habla trasmitida de generación en generación y de casa en casa, formada originariamente por el trato con los españoles y un poco, pero casi nada, influida por el idioma indígena, que casi no aparece ni despunta.”

Pero no solo lo inspiraba el ánimo de encontrar las raíces y matices de las palabras de una obra que narrara la historia de la gramática. Creía que la belleza y eficacia de una obra se realzaba al escoger voces adecuadas, fueran ellas de alta alcurnia o provenientes del pueblo soberano. Esa escogencia era la manera de fijar un estilo.

Su estilo que deleita y satisface, está ante todo regido por su apego a las formas, pero al contrario de estrecharlo, lo hacen terso y fluido.

Su minucioso conocimiento de cada palabra, producto de años de escarmenar en el idioma, de incontables listas de “voquibles”, comparaciones y pesquisas, le permitían encontrar joyas asombrosas para adornar textos, que de otra manera podrían ser muy formales. Estas voces podrán venir de los clásicos, de los cronistas de Indias o del romancero antioqueño, encontraba siempre un lugar donde sacarlas a relucir.

Cuando le preguntan cuál es la diferencia entre lenguaje y estilo contesta:

“El lenguaje mira más bien a la pureza y corrección de las frases y palabras, en su individuación y conjunto, en lo que se llama analogía y sintaxis, mientras que el estilo comprende las cualidades y condiciones que enaltecen las cláusulas y períodos. Una escritura puede contener yerros gramaticales. Y sin embargo ser recomendable por el aspecto de la claridad, naturalidad, energía y sencillez; aunque también es verdad que los dos campos se compenetran.”

¿Cómo es esa compenetración?

Ella quiere decir que a veces unos mismos calificativos son aplicables al estilo y al lenguaje, como puede comprenderse enumerando dichos calificativos. Así hay estilo correcto e incorrecto, cualidades que pueden atribuirse también al lenguaje.”

Continua Suárez, más adelante:

“ Por ahí en el Mensajero de 1866 he leído que para el doctor Felipe Zapata las principales condiciones para el estilo son éstas: la de ser, primero que todo, claro; y luego más o menos colorido o adornado; y después nervioso o enérgico en la medida conveniente, conforme a la naturaleza del asunto; debe tener luz, color y fuego.

Pero valga la verdad, lo de estilo y de lenguaje no se obtiene tanto por medio de reglas y teorías, sino mediante mucho pensar y mucho admirar los buenos modelos. Ya Horacio dijo que para escribir bien hay que saber bien; lo cual es consejo de prudencia y literatura. Y en cuanto a ejemplares, líbrenos la musa del idioma de pensar que esos modelos pueden tomarse de aquí y allí y aderezarse a granel y en montón, como si fuera sopa de desperdicios. “Temo al hombre de un solo libro” decía un superhombre, que fue talvez el genio de Aquino. Busquemos un libro ejemplar que armonice especialmente con nuestra inclinación y nuestro gusto, pero que sea singular, es decir, excelente.

¿Cuál será el?

Allí entra la discreción, que es sal de las virtudes y talentos. Pero al fin, y después de mucho buscar y gustar, lo probable es que el modelo, en vez de ir envuelto en brocados y de exhibirse deslumbrante, resulta presea de sencillez y de verdad.

“No hay que poner clavos en los escritos, es decir, no emplear palabras estrambóticas que obliguen al lector a interrumpir la lectura por no comprender el significado de la palabra innecesaria. No hay que suponer que esas locuciones extravagantes son las que dan nobleza al lenguaje, no; por el contrario, la lengua y el estilo de los maestros son mina de palabras, modismos frases y refranes tan lindos como naturales, y que tienen la novedad de aquello que no se oye todos los días, pero también la claridad de aquello que se compone de elementos conocidos. De esa mina pueden sacarse primores de lenguaje, esmaltes y adornos que, sin oscurecer el idioma, le comunican los encantos de la antigüedad y la donosura de lo que es castizo y al mismo tiempo transparente.”

Suárez estaba convencido que el escritor debía hacer todos los días siquiera una media hora de gimnasia literaria leyendo algún pasaje de los escritores reconocidos como modelos entre los cuales prefería a Cicerón Granada y Cervantes.

Al hablar de la sintaxis, Suárez no permite que ella se quiebre o se debilite. Dice al respecto:

“Los materiales del idioma o sea su analogía o lexigrafía pueden enriquecerse y cambiarse; pero su sintaxis, esto es, su forma vital, eso no puede cambiar sin que la lengua se aniquile. El árbol del idioma exige que sus hojas se renueven pero su forma no la puede cambiar sin perecer; puede enriquecerse con elementos ajenos pero; pero cuando estos penetran a su circulación sin habérsele asimilado, como suele decirse, atacan la vida de su admirable organismo y deterioran al árbol en vez de robustecerlo. El neologismo de construcción que Bello impugna es elemento extraño al idioma que, en vez de vivificarlo lo destruye.”

Y, para terminar, oigamos como justifica esa cantidad de temas y de asuntos en su obra:

“Ciertamente amigos, hay que procurar que el pobre paria, político y gramatical, aproveche tanta bagatela, telaraña y niebla, tanto humo, polvo y hojarasca como tiene acopiados por allí en las márgenes guardadas de algunos librotes, y en las páginas de los autores que lo cautivan”.

Teresa Morales